Historia de los ferrocarriles de Argentina y otros países. Sitio sin fines de lucro.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Los Ferrocarriles en Tiempos de Guerra (I)

Alemania

En mayo de 1941, los ferrocarriles alemanes estaban ya al borde del colapso. La guerra todavía duraría cuatro años más, y el bombardeo aliado de Alemania no había empezado aún. Esta crónica relata cuál era la situación de los viajeros civiles en la retaguardia.
A las 9 de la noche del 3 de septiembre de 1939, unas pocas horas después del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, un tren fuertemente pro­tegido salía con estrépito de la estación Anhalter de Berlín rumbo al este. Nunca antes se había visto un convoy como ése en Alemania. Compuesto por 12 coches y arrastrado por dos locomotoras, estaba protegido en cabeza y cola por piezas de artillería antiaéreas de 20 mm, montadas en bateas.
Inmediatamente detrás de la primera batea iba un flamante coche Pullman, el n° 10.206, equipado con salón, litera y baño. A continuación, había un coche de mando, dividido por la mitad para alojar una sala de reuniones y un centro de comunicacio­nes. Los otros coches proporcionaban servicio de comidas y cenas, así como compartimientos para viajar y dormir para un largo séquito que incluía ayudantes, guardaespaldas, secretarias y personal médico.
El ataque nazi a Polonia había comenzado el 1 de septiembre, y a bordo de este tren especial, esta­cionado cerca de la frontera polaca, viajaba el führer Adolf Hitler, que deseaba supervisar las etapas finales de la campaña.
Otro servicio especial estaba también en marcha en Alemania durante estos primeros momentos de la guerra. Miles de civiles eran transportados hacia el Este, hacia el interior del Reich, desde la llama­da Zona Roja a lo largo de las fronteras de Bélgi­ca, Luxemburgo y Francia.
Muchos de los que se alejaban de las zonas de peligro veían transportes de tropas circulando en dirección contraria, rumbo al conflictivo Frente Occidental. Entre los evacuados, una joven quedó impresionada por la gran presencia de ánimo de los soldados. “Iban a encontrarse con el enemigo”, recordaba, “cantando alegres canciones y confia­dos en la victoria. También había trenes cargados con tanques y artillería, y cientos de camiones lle­nos de municiones atestaban las carreteras en una y otra dirección. Luego, regimiento tras regimien­to de infantería dirigiéndose al Oeste. Era una visión conmovedora. Todos esos hombres jóvenes, en la flor de la vida, marchando al encuentro de una muerte casi segura”.
La línea de ferrocarril entre Colonia y el puente Hohenzollern aparece bloqueada por los escombros, a consecuencia del bombardeo aéreo aliado en marzo de 1945. Los ataques a los ferrocarriles eran una parte crucial de la campaña de bombardeo de saturación, que comenzó en 1942 y continuó sin cesar durante los tres años siguientes.
Moviendo los hilos
A continuación, durante ocho meses, las hostilida­des se limitaron a operaciones de patrulla y golpes de mano; los alemanes por una parte, y los británi­cos y franceses por la otra, hicieron poco más que bombardearse mutuamente con folletos de propa­ganda. Para los germanos no eran las noticias del frente, sino la creciente escasez y la repentina burocratización, lo que se convirtió en el principal tema de conversación. De la noche a la mañana, surgie­ron entre las filas de los empleados del ferrocarril miembros del partido nazi, que usurparon la autori­dad a sus superiores y tomaron virtualmente el con­trol de los departamentos a los que pertenecían.
Incluso en pequeñas estaciones del país, vetera­nos ferroviarios se convirtieron en meras marione­tas del personal menos experimentado, cuya única credencial era su fanatismo político. El control rutinario de documentación y permisos de viaje pronto se convirtió en un modo de vida, y los via­jeros del ferrocarril no tardaron en darse cuenta de que no merecía la pena protestar por los inevitables retrasos que esto causaba.
El invierno de 1939 encontró a los civiles tiri­tando frente a sus chimeneas vacías: aunque había abundante carbón en las minas, faltaban trenes para transportarlo a las ciudades. En su resuelta determinación de preparar a las fuerzas armadas para la guerra, el régimen había descuidado la construcción de vagones de mercancías y locomo­toras. Sólo se habían fabricado 60 máquinas el año anterior, y la ocupación de Polonia había acapara­do todo el equipo rodante existente.
La esperada ofensiva de Hitler en el Frente Occidental en mayo de 1940, seguida un año des­pués por la invasión de la Unión Soviética, em­peoró una situación ya de por sí intolerable. En Francia, se requisaron muchas locomotoras, pero su número no era ni mucho menos suficiente para hacer frente a las necesidades alemanas. En lo que se refiere a la Unión Soviética, los rusos, en su reti­rada, se habían llevado consigo las mejores máqui­nas, saboteando el resto.
El ministro alemán de transporte, Dr. Julius Dorpmüller, se había ocupado de la crisis del ferro­carril incluso antes de la invasión de Rusia. En mayo de 1941, en una conversación con uno de los confidentes más cercanos de Hitler, Albert Speer, Dorpmüller había revelado que “El Reichsbahn (Ferrocarril del Estado) tiene tan pocos coches y locomotoras disponibles para el territorio alemán que ya no puede asumir por más tiempo la cober­tura de las necesidades de transporte más urgen­tes”. Este informe, anotó Speer en su diario, “era equivalente a una declaración de bancarrota del Reichsbahn”.
En 1943, las autoridades decidieron construir un solo tipo de locomotora, la Wagner 2-10-0, o Kriegslok, con una gran cabina especialmente dise­ñada para circular con el ténder por delante y para acomodar a la dotación. Esta concentración en un único modelo estándar, junto con la adopción de técnicas de fabricación en serie dieron paso a un espectacular incremento de la producción.
Sin embargo, a medida que la campaña del este entraba en punto muerto antes del desastre, y un número creciente de locomotoras se encaminaba hacia las devastadas tierras de Rusia, la tensión creció en el seno de los ferrocarriles alemanes. Los trenes se hicieron más largos y los servicios menos frecuentes, o incluso eran cancelados sin previo aviso o razón aparente. Locomotoras que habían visto mejores tiempos se utilizaban en servicios que ahora carecían de toda categoría, mientras que el material rodante de antiguos ramales servía para componer trenes de línea principal.
Curiosamente, los líderes nazis parecían indife­rentes ante la grave situación que atravesaban los ferrocarriles, y continuaron viajando con toda tranquilidad en sus convoyes privados hasta los últimos días de la guerra. Albert Speer intentó per­suadir a Hitler para que suspendiera el uso de estos trenes, pero éste se negó. El 7 de noviembre de 1942, Speer, entonces ministro de Armamento, viajó a Munich a bordo del tren especial del führer. Años antes, Hitler tenía por costumbre dejarse ver por la ventanilla del tren cada vez que paraba, pero ahora las persianas del lado del andén siem­pre estaban bajadas.
Esa misma tarde, mientras Hitler y su séquito se disponían a cenar en el lujoso coche restaurante, forrado de palisandro, con una mesa servida con vajilla de plata, cristalería tallada, porcelana fina y flores frescas, un tren de mercancías se disponía a partir en la vía contigua. “Desde el vagón de gana­do”, escribió Speer, “los soldados alemanes sucios, hambrientos, y en algunos casos heridos, que regresaban del Frente del Este, se quedaron miran­do fijamente a los comensales. Al instante Hitler se percató de la sombría escena, que se desarrollaba a escasos metros de su ventanilla. Sin tan siquiera un gesto de saludo, ordenó perentoriamente a sus sir­vientes que bajaran las persianas”.
Las Svastikas ondeantes señalan la salida de un tren de evacuación en el Berlín de 1940. Cerca de medio millón de niños fue trasladado a las zonas rurales, donde vivían en campamentos especiales montados por las Juventudes Hitlerianas. Allí, suficientemente lejos de la influencia paterna, eran sometidos al intensivo adoctrinamiento nazi.
Luchando por espacio
Las condiciones en el tren del führer eran paradisía­cas comparadas con las que tenían que soportar otros viajeros del ferrocarril. Las dotaciones escaseaban por la falta de mano de obra -hasta 1943 las mujeres alemanas no fueron reclutadas para trabajar en la industria y en los ferrocarriles- y era imposible man­tener el orden en los coches atestados de viajeros.
Era bastante común que la gente subiera al tren por las ventanillas en cuanto entraba en una esta­ción para tomar al asalto los asientos que acababan de quedar libres. No es de extrañar que los coches se deterioraran rápidamente. Los suelos, paredes y asientos quedaban destrozados, las fundas de las butacas y cualquier otra cosa susceptible de uso pri­vado solían desaparecer en un abrir y cerrar de ojos.
Los trenes carecían de calefacción y aquellos que viajaban de noche apenas tenían iluminación, debido al imperativo de oscurecimiento. En las lámparas eléctricas, se colocaban bombillas de 10 W, y tan sólo se permitía una bombilla o una lámpara de gas por cada compartimiento. En cuan­to había una alarma aérea, el jefe de tren estaba obligado a apagar todas las luces.
En los primeros días de la guerra, algunas líneas de ferrocarril fueron alcanzadas por los bombardeos, pero la interrupción de los servicios de pasajeros normalmente se debía a algún ataque a convoyes militares o de mercancías. Sin embar­go, en 1942, los aliados comenzaron el bombardeo de saturación en Alemania, uno de cuyos principa­les objetivos eran los ferrocarriles. Los blancos más buscados eran las estaciones de clasificación, ya que la destrucción de un punto de control tan estratégico podía interrumpir el tráfico ferroviario en una zona considerable.
Pero el mayor temor entre los viajeros era el ata­que por cazabombarderos en vuelo rasante. Muchos trenes, inmovilizados por la voladura de los carriles situados delante y detrás, eran hechos añicos por estos cazas, que volaban rozando las copas de los árboles despidiendo fuego por las bocas de sus cañones y ametralladoras. “Una vez tuve que volar en medio de una de estas explosio­nes”, recordaba un piloto americano, “vi una rueda de un vagón elevándose por encima del ala de mi aparato”.
Los depósitos de reparación de Osnabrück aparecen destrozados tras el bombardeo de principios de 1945. Durante el último año de la guerra, los ferrocarriles alemanes sufrieron algunos de los peores bombardeos jamás dirigidos contra un ferrocarril. El problema que suponía poner en marcha el servicio ferroviario se veía intensificado por la escasez de carbón y combustible.
Los "perros rabiosos"
A medida que aumentaban las pérdidas provocadas por dichos incidentes, la ira del público crecía. El jefe de propaganda nazi, Dr. Josef Goebbels, exhortaba a matar a los pilotos aliados como a perros rabiosos. Goebbels tenía experiencia perso­nal en estas lides. “Me enteré en Halle, durante nuestro viaje a Berlín”, anotó el 3 de marzo de 1943 en su diario, “de que la capital había sufrido un bombardeo aéreo muy duro esa noche. El pri­mer informe que me llegó no reflejaba la gravedad del ataque. Tuve conciencia de ello cuando el tren entraba lentamente en Berlín: las vías estaban arrancadas de cuajo. Llegábamos con más de una hora de retraso”.
Los ferrocarriles de superficie no fueron los úni­cos que soportaron el peso de los ataques aéreos aliados. El U-Bahn, o metro, también se llevó su parte. Una noche de junio de 1944 una pesada bomba se hincó profundamente en el suelo, cerca de la estación de Nollendorf Platz, en Berlín. En bombardeos previos, había proporcionado un refu­gio seguro, pero en esta ocasión una importante conducción de agua quedó destrozada y el lugar pronto se inundó.
Un superviviente recordaba cómo las escaleras que conducían a los andenes superiores se blo­quearon por una conmocionada masa de personas presas del pánico. “Los padres intentaban soste­ner a sus hijos por encima de la cabeza para que no fueran pisoteados. La situación empeoró aún más por la gente que había llevado sus animales de compañía al refugio, algo estrictamente prohi­bido... Reinaba un caos total y era casi imposible alcanzar el andén.”
El número de víctimas mortales en Nollendorf fue elevado, aunque no se pudo determinar exacta­mente cuántas personas perecieron ahogadas esa noche, ya que la censura impidió a los periódicos publicar esos detalles.
En junio de 1944, con la llegada del día D. los civiles alemanes disfrutaron de un pequeño respi­ro, ya que los bombarderos habían sido desviados para apoyar el desembarco aliado en Normandía. Sin embargo, cuando los aviones regresaron a finales del verano, lo hicieron con más fuerza que nunca, y de nuevo los ferrocarriles fueron un obje­tivo primordial. Los viajes en tren estaban todavía más protegidos que antes, y no era raro ver que un trayecto, que en tiempos de paz se realizaba en dos o tres horas, invertía ahora ese mismo número tra­ducido en días.
Un trozo de vía retorcido cuelga de una de las columnas del Viaducto Bielefeid, destruido por los bombarderos de la RAF en los últimos momentos de la guerra. Puentes, depósitos de reparaciones y estaciones de clasificación eran objetivos prioritarios de la ofensiva aliada.
El vals vienés
Viajar en tren era aún más complicado debido a que los carteles con el nombre de las estaciones habían sido tachados o arrancados. Un oficial de la Wermacht trasladado de Viena a Radstadt, al sur de Salzburgo, pasó por la estación hasta tres veces antes de darse cuenta de que ése era el lugar donde se suponía que tenía que apearse; pese a repetidos intentos de descubrir su paradero, nadie le decía dónde estaba. En consecuencia, el viaje le llevó tres días.
El comportamiento de los viajeros de los ferro­carriles alemanes contrastaba radicalmente con el de los británicos, que tendían a ser más amables que antes de la guerra. En Alemania, las autorida­des estaban constantemente buscando indicios de “derrotismo”, y esto hizo que la gente se mostrara temerosa y reacia a hablar con quienes se sentaban a su lado.
A medida que el ejército invasor rodeaba Ale­mania, tanto desde el Este como desde el Oeste, muchas instalaciones ferroviarias fueron destrui­das por los propios alemanes. Una notable excep­ción fue el estratégico puente sobre el Rin en Remagen, tomado por los estadounidenses en marzo de 1945.
Un primer ejemplar de una de las más conocidas locomotoras de la Segunda Guerra Mundial, la Kriegslok, aparece aquí en medio de chorros de vapor. Los alemanes aumentaron la producción, desde las 2.500 máquinas de 1942 hasta el doble de esa cantidad al año siguiente, gracias a concentrarse en este único tipo de locomotora y a utilizar técnicas de montaje en cadena.
Juicios sumarísimos
Como los defensores del puente fracasaron en su voladura ante el avance enemigo, y a pesar del hecho de que no se les habían suministrado los detonadores adecuados, los cuatro oficiales de mayor rango destinados allí fueron sometidos a consejo de guerra y ejecutados inmediatamente, acción ejemplarizante de cara a los miembros de las fuerzas armadas.
Entretanto, los bombardeos prosiguieron su siniestra cosecha. En un solo día, a principios de 1945, no menos de 55 locomotoras y 2.825 vehí­culos ferroviarios quedaron destruidos o fuera de servicio por los ataques aéreos.
Christabel Bielenberg, una inglesa casada con un abogado alemán, se encontró con que la esta­ción Anhalter “se había convertido en todo un sím­bolo del desmoronamiento; su enorme techo abo­vedado, en otro tiempo cubierto de cristal, se recortaba contra el cielo como el esqueleto de un invernadero... Todos los días, trenes con las venta­nillas cubiertas entraban y salían, en las pocas horas de tranquilidad que quedaban entre el bom­bardeo masivo estadounidense realizado durante el día y los esporádicos ataques nocturnos británicos; transportaban a una muchedumbre sin rumbo de soldados, civiles, refugiados y evacuados, por diversas rutas y con inciertos destinos”.
El ataque aéreo aliado alcanzó un nuevo clímax en la noche del 13 de febrero de 1945, cuando dos olea­das de bombarderos pulverizaron la ciudad barroca de Dresde, originando un infierno de llamas que dejó el aire sin oxígeno y arrasó todo lo que encontraba a su paso, incluida la estación del ferrocarril. Estaba atestada de miles de refugiados del Este, por lo que las víctimas mortales fueron muchas. El general Erich Hampe -responsable de las reparaciones de emergencia de las vías y veterano de muchos bom­bardeos aéreos- describió la escena como la peor carnicería que había presenciado.
“Debía haber un tren de niños en la estación”, recordaba una de las pocas supervivientes, una mujer que acababa de llegar de Silesia con sus dos hijos. “Las capas de cadáveres infantiles cubiertos con mantas se amontonaban una tras otra. Yo cogí una de esas mantas para mis bebés, que estaban vivos pero muertos de frío.”
Peatones en las vías
Sólo faltaban tres meses para el final de la guerra; los ferrocarriles estaban totalmente destruidos y la gente huyó a pie de las ciudades, siguiendo el curso de las vías. Después de algunos kilómetros encon­traban algún servicio operativo, pero por miedo a los bombardeos o por daños en las vías las dotaciones de los trenes se negaban a entrar en las ciudades.
Quedaba muy lejos el ambicioso proyecto de Hitler de crear una red ferroviaria transcontinen­tal, que había planeado introducir tras la domina­ción de Europa. Puede que dicho ferrocarril nunca llegue a existir, pero la masiva reconstrucción lle­vada a cabo en la postguerra dotó a Alemania de un moderno sistema de transporte del que puede estar orgullosa.
Medidas desesperadas
La escasez de gasóleo tuvo un efecto devastador en el ferrocarril. Hacia 1943, prácticamente todas las numerosas flotas de automotores diésel habían sido ya retiradas. La escasez de combustible provocó un aumento de la demanda de carbón; fue un duro golpe para el ferrocarril, donde el 25% del combustible de las locomotoras era coque. Otra estratagema fue usar sustitutos como lignito, fibra de turba o papel. En cualquier caso, la eficiencia de las locomotoras quedó reducida a la mitad; a menudo, se precisaban dos máquinas en cada tren y dos fogoneros por máquina.
También escaseaba la creosota, así que las nuevas traviesas empezaron a revestirse de cloruro de cinc, que era sólo la mitad de efectivo. Para ahorrar madera, las propias traviesas tenían menor sección transversal.
Fuente: El Mundo de los Trenes - Ediciones del Prado S.A. 1997 - Madrid (España)

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