Alemania
En mayo de 1941, los ferrocarriles alemanes estaban ya al borde del colapso. La guerra todavía duraría cuatro años más, y el bombardeo aliado de Alemania no había empezado aún. Esta crónica relata cuál era la situación de los viajeros civiles en la retaguardia.
A las 9 de la noche del 3 de
septiembre de 1939, unas pocas horas después del comienzo de la Segunda Guerra
Mundial, un tren fuertemente protegido salía con estrépito de la estación
Anhalter de Berlín rumbo al este. Nunca antes se había visto un convoy como ése
en Alemania. Compuesto por 12 coches y arrastrado por dos locomotoras, estaba
protegido en cabeza y cola por piezas de artillería antiaéreas de 20 mm,
montadas en bateas.
Inmediatamente detrás de la primera batea iba un flamante coche Pullman, el n° 10.206, equipado con salón, litera y baño. A continuación, había un coche de mando, dividido por la mitad para alojar una sala de reuniones y un centro de comunicaciones. Los otros coches proporcionaban servicio de comidas y cenas, así como compartimientos para viajar y dormir para un largo séquito que incluía ayudantes, guardaespaldas, secretarias y personal médico.
El ataque nazi a Polonia había comenzado el 1 de septiembre, y a bordo de este tren especial, estacionado cerca de la frontera polaca, viajaba el führer Adolf Hitler, que deseaba supervisar las etapas finales de la campaña.
Otro servicio especial estaba también en marcha en Alemania durante estos primeros momentos de la guerra. Miles de civiles eran transportados hacia el Este, hacia el interior del Reich, desde la llamada Zona Roja a lo largo de las fronteras de Bélgica, Luxemburgo y Francia.
Muchos de los que se alejaban de las zonas de peligro veían transportes de tropas circulando en dirección contraria, rumbo al conflictivo Frente Occidental. Entre los evacuados, una joven quedó impresionada por la gran presencia de ánimo de los soldados. “Iban a encontrarse con el enemigo”, recordaba, “cantando alegres canciones y confiados en la victoria. También había trenes cargados con tanques y artillería, y cientos de camiones llenos de municiones atestaban las carreteras en una y otra dirección. Luego, regimiento tras regimiento de infantería dirigiéndose al Oeste. Era una visión conmovedora. Todos esos hombres jóvenes, en la flor de la vida, marchando al encuentro de una muerte casi segura”.
Luchando por espacio
Inmediatamente detrás de la primera batea iba un flamante coche Pullman, el n° 10.206, equipado con salón, litera y baño. A continuación, había un coche de mando, dividido por la mitad para alojar una sala de reuniones y un centro de comunicaciones. Los otros coches proporcionaban servicio de comidas y cenas, así como compartimientos para viajar y dormir para un largo séquito que incluía ayudantes, guardaespaldas, secretarias y personal médico.
El ataque nazi a Polonia había comenzado el 1 de septiembre, y a bordo de este tren especial, estacionado cerca de la frontera polaca, viajaba el führer Adolf Hitler, que deseaba supervisar las etapas finales de la campaña.
Otro servicio especial estaba también en marcha en Alemania durante estos primeros momentos de la guerra. Miles de civiles eran transportados hacia el Este, hacia el interior del Reich, desde la llamada Zona Roja a lo largo de las fronteras de Bélgica, Luxemburgo y Francia.
Muchos de los que se alejaban de las zonas de peligro veían transportes de tropas circulando en dirección contraria, rumbo al conflictivo Frente Occidental. Entre los evacuados, una joven quedó impresionada por la gran presencia de ánimo de los soldados. “Iban a encontrarse con el enemigo”, recordaba, “cantando alegres canciones y confiados en la victoria. También había trenes cargados con tanques y artillería, y cientos de camiones llenos de municiones atestaban las carreteras en una y otra dirección. Luego, regimiento tras regimiento de infantería dirigiéndose al Oeste. Era una visión conmovedora. Todos esos hombres jóvenes, en la flor de la vida, marchando al encuentro de una muerte casi segura”.
Moviendo los hilos
A continuación, durante ocho
meses, las hostilidades se limitaron a operaciones de patrulla y golpes de
mano; los alemanes por una parte, y los británicos y franceses por la otra,
hicieron poco más que bombardearse mutuamente con folletos de propaganda. Para
los germanos no eran las noticias del frente, sino la creciente escasez y la
repentina burocratización, lo que se convirtió en el principal tema de
conversación. De la noche a la mañana, surgieron entre las filas de los
empleados del ferrocarril miembros del partido nazi, que usurparon la autoridad
a sus superiores y tomaron virtualmente el control de los departamentos a los que
pertenecían.
Incluso en
pequeñas estaciones del país, veteranos ferroviarios se convirtieron en meras
marionetas del personal menos experimentado, cuya única credencial era su
fanatismo político. El control rutinario de documentación y permisos de viaje
pronto se convirtió en un modo de vida, y los viajeros del ferrocarril no
tardaron en darse cuenta de que no merecía la pena protestar por los
inevitables retrasos que esto causaba.
El invierno
de 1939 encontró a los civiles tiritando frente a sus chimeneas vacías: aunque
había abundante carbón en las minas, faltaban trenes para transportarlo a las
ciudades. En su resuelta determinación de preparar a las fuerzas armadas para
la guerra, el régimen había descuidado la construcción de vagones de mercancías
y locomotoras. Sólo se habían fabricado 60 máquinas el año anterior, y la
ocupación de Polonia había acaparado todo el equipo rodante existente.
La esperada
ofensiva de Hitler en el Frente Occidental en mayo de 1940, seguida un año después
por la invasión de la Unión Soviética, empeoró una situación ya de por sí
intolerable. En Francia, se requisaron muchas locomotoras, pero su número no
era ni mucho menos suficiente para hacer frente a las necesidades alemanas. En
lo que se refiere a la Unión Soviética, los rusos, en su retirada, se habían
llevado consigo las mejores máquinas, saboteando el resto.
El ministro
alemán de transporte, Dr. Julius Dorpmüller, se había ocupado de la crisis del
ferrocarril incluso antes de la invasión de Rusia. En mayo de 1941, en una
conversación con uno de los confidentes más cercanos de Hitler, Albert Speer,
Dorpmüller había revelado que “El Reichsbahn (Ferrocarril del Estado) tiene tan
pocos coches y locomotoras disponibles para el territorio alemán que ya no
puede asumir por más tiempo la cobertura de las necesidades de transporte más
urgentes”. Este informe, anotó Speer en su diario, “era equivalente a una
declaración de bancarrota del Reichsbahn”.
En 1943, las
autoridades decidieron construir un solo tipo de locomotora, la Wagner 2-10-0,
o Kriegslok, con una gran cabina especialmente diseñada para circular con el
ténder por delante y para acomodar a la dotación. Esta concentración en un
único modelo estándar, junto con la adopción de técnicas de fabricación en serie
dieron paso a un espectacular incremento de la producción.
Sin embargo,
a medida que la campaña del este entraba en punto muerto antes del desastre, y
un número creciente de locomotoras se encaminaba hacia las devastadas tierras
de Rusia, la tensión creció en el seno de los ferrocarriles alemanes. Los
trenes se hicieron más largos y los servicios menos frecuentes, o incluso eran
cancelados sin previo aviso o razón aparente. Locomotoras que habían visto
mejores tiempos se utilizaban en servicios que ahora carecían de toda
categoría, mientras que el material rodante de antiguos ramales servía para
componer trenes de línea principal.
Curiosamente,
los líderes nazis parecían indiferentes ante la grave situación que
atravesaban los ferrocarriles, y continuaron viajando con toda tranquilidad en
sus convoyes privados hasta los últimos días de la guerra. Albert Speer intentó
persuadir a Hitler para que suspendiera el uso de estos trenes, pero éste se
negó. El 7 de noviembre de 1942, Speer, entonces ministro de Armamento, viajó a
Munich a bordo del tren especial del führer. Años antes, Hitler tenía por
costumbre dejarse ver por la ventanilla del tren cada vez que paraba, pero
ahora las persianas del lado del andén siempre estaban bajadas.
Esa misma
tarde, mientras Hitler y su séquito se disponían a cenar en el lujoso
coche restaurante, forrado de palisandro, con una mesa servida con vajilla de
plata, cristalería tallada, porcelana fina y flores frescas, un tren de
mercancías se disponía a partir en la vía contigua. “Desde el vagón de ganado”,
escribió Speer, “los soldados alemanes sucios, hambrientos, y en algunos casos
heridos, que regresaban del Frente del Este, se quedaron mirando fijamente a
los comensales. Al instante Hitler se percató de la sombría escena, que se
desarrollaba a escasos metros de su ventanilla. Sin tan siquiera un gesto de
saludo, ordenó perentoriamente a sus sirvientes que bajaran las persianas”.
Las condiciones en el tren del
führer eran paradisíacas comparadas con las que tenían que soportar otros
viajeros del ferrocarril. Las dotaciones escaseaban por la falta de mano de
obra -hasta 1943 las mujeres alemanas no fueron reclutadas para trabajar en la
industria y en los ferrocarriles- y era imposible mantener el orden en los
coches atestados de viajeros.
Era bastante
común que la gente subiera al tren por las ventanillas en cuanto entraba en una
estación para tomar al asalto los asientos que acababan de quedar libres. No
es de extrañar que los coches se deterioraran rápidamente. Los suelos, paredes
y asientos quedaban destrozados, las fundas de las butacas y cualquier otra
cosa susceptible de uso privado solían desaparecer en un abrir y cerrar de
ojos.
Los trenes
carecían de calefacción y aquellos que viajaban de noche apenas tenían
iluminación, debido al imperativo de oscurecimiento. En las lámparas
eléctricas, se colocaban bombillas de 10 W, y tan sólo se permitía una bombilla
o una lámpara de gas por cada compartimiento. En cuanto había una alarma
aérea, el jefe de tren estaba obligado a apagar todas las luces.
En los
primeros días de la guerra, algunas líneas de ferrocarril fueron alcanzadas por
los bombardeos, pero la interrupción de los servicios de pasajeros normalmente
se debía a algún ataque a convoyes militares o de mercancías. Sin embargo, en
1942, los aliados comenzaron el bombardeo de saturación en Alemania, uno de
cuyos principales objetivos eran los ferrocarriles. Los blancos más buscados
eran las estaciones de clasificación, ya que la destrucción de un punto de
control tan estratégico podía interrumpir el tráfico ferroviario en una zona
considerable.
Pero el mayor
temor entre los viajeros era el ataque por cazabombarderos en vuelo rasante.
Muchos trenes, inmovilizados por la voladura de los carriles situados delante y
detrás, eran hechos añicos por estos cazas, que volaban rozando las copas de
los árboles despidiendo fuego por las bocas de sus cañones y ametralladoras.
“Una vez tuve que volar en medio de una de estas explosiones”, recordaba un
piloto americano, “vi una rueda de un vagón elevándose por encima del ala de mi
aparato”.
Los "perros rabiosos"
A medida que aumentaban las
pérdidas provocadas por dichos incidentes, la ira del público crecía. El jefe
de propaganda nazi, Dr. Josef Goebbels, exhortaba a matar a los pilotos aliados
como a perros rabiosos. Goebbels tenía experiencia personal en estas lides.
“Me enteré en Halle, durante nuestro viaje a Berlín”, anotó el 3 de marzo de
1943 en su diario, “de que la capital había sufrido un bombardeo aéreo muy duro
esa noche. El primer informe que me llegó no reflejaba la gravedad del ataque.
Tuve conciencia de ello cuando el tren entraba lentamente en Berlín: las vías
estaban arrancadas de cuajo. Llegábamos con más de una hora de retraso”.
Los ferrocarriles
de superficie no fueron los únicos que soportaron el peso de los ataques
aéreos aliados. El U-Bahn, o metro, también se llevó su parte. Una noche de
junio de 1944 una pesada bomba se hincó profundamente en el suelo, cerca de la
estación de Nollendorf Platz, en Berlín. En bombardeos previos, había
proporcionado un refugio seguro, pero en esta ocasión una importante
conducción de agua quedó destrozada y el lugar pronto se inundó.
Un
superviviente recordaba cómo las escaleras que conducían a los andenes
superiores se bloquearon por una conmocionada masa de personas presas del
pánico. “Los padres intentaban sostener a sus hijos por encima de la cabeza
para que no fueran pisoteados. La situación empeoró aún más por la gente que
había llevado sus animales de compañía al refugio, algo estrictamente prohibido...
Reinaba un caos total y era casi imposible alcanzar el andén.”
El número de
víctimas mortales en Nollendorf fue elevado, aunque no se pudo determinar
exactamente cuántas personas perecieron ahogadas esa noche, ya que la censura
impidió a los periódicos publicar esos detalles.
En junio de
1944, con la llegada del día D. los civiles alemanes disfrutaron de un pequeño
respiro, ya que los bombarderos habían sido desviados para apoyar el desembarco
aliado en Normandía. Sin embargo, cuando los aviones regresaron a finales del
verano, lo hicieron con más fuerza que nunca, y de nuevo los ferrocarriles
fueron un objetivo primordial. Los viajes en tren estaban todavía más
protegidos que antes, y no era raro ver que un trayecto, que en tiempos de paz
se realizaba en dos o tres horas, invertía ahora ese mismo número traducido en
días.
El vals vienés
Viajar en tren era aún más
complicado debido a que los carteles con el nombre de las estaciones habían sido
tachados o arrancados. Un oficial de la Wermacht trasladado de Viena a
Radstadt, al sur de Salzburgo, pasó por la estación hasta tres veces antes de
darse cuenta de que ése era el lugar donde se suponía que tenía que apearse;
pese a repetidos intentos de descubrir su paradero, nadie le decía dónde
estaba. En consecuencia, el viaje le llevó tres días.
El
comportamiento de los viajeros de los ferrocarriles alemanes contrastaba
radicalmente con el de los británicos, que tendían a ser más amables que antes de
la guerra. En Alemania, las autoridades estaban constantemente buscando
indicios de “derrotismo”, y esto hizo que la
gente se mostrara temerosa y reacia a hablar con quienes se sentaban a su lado.
A medida que
el ejército invasor rodeaba Alemania, tanto desde el Este como desde el Oeste,
muchas instalaciones ferroviarias fueron destruidas por los propios alemanes.
Una notable excepción fue el estratégico puente sobre el Rin en Remagen,
tomado por los estadounidenses en marzo de 1945.
Juicios sumarísimos
Como los defensores del puente
fracasaron en su voladura ante el avance enemigo, y a pesar del hecho de que no
se les habían suministrado los detonadores adecuados, los cuatro oficiales de
mayor rango destinados allí fueron sometidos a consejo de guerra y ejecutados
inmediatamente, acción ejemplarizante de cara a los miembros de las fuerzas
armadas.
Entretanto,
los bombardeos prosiguieron su siniestra cosecha. En un solo día, a principios
de 1945, no menos de 55 locomotoras y 2.825 vehículos ferroviarios quedaron
destruidos o fuera de servicio por los ataques aéreos.
Christabel
Bielenberg, una inglesa casada con un abogado alemán, se encontró con que la
estación Anhalter “se había convertido en todo un símbolo del
desmoronamiento; su enorme techo abovedado, en otro tiempo cubierto de
cristal, se recortaba contra el cielo como el esqueleto de un invernadero...
Todos los días, trenes con las ventanillas cubiertas entraban y salían, en las
pocas horas de tranquilidad que quedaban entre el bombardeo masivo
estadounidense realizado durante el día y los esporádicos ataques nocturnos
británicos; transportaban a una muchedumbre sin rumbo de soldados, civiles,
refugiados y evacuados, por diversas rutas y con inciertos destinos”.
El ataque
aéreo aliado alcanzó un nuevo clímax en la noche del 13 de febrero de 1945,
cuando dos oleadas de bombarderos pulverizaron la ciudad barroca de Dresde,
originando un infierno de llamas que dejó el aire sin oxígeno y arrasó todo lo
que encontraba a su paso, incluida la estación del ferrocarril. Estaba atestada
de miles de refugiados del Este, por lo que las víctimas mortales fueron
muchas. El general Erich Hampe -responsable de las reparaciones de emergencia
de las vías y veterano de muchos bombardeos aéreos- describió la escena como
la peor carnicería que había presenciado.
“Debía haber
un tren de niños en la estación”, recordaba una de las pocas supervivientes,
una mujer que acababa de llegar de Silesia con sus dos hijos. “Las capas de
cadáveres infantiles cubiertos con mantas se amontonaban una tras otra. Yo cogí
una de esas mantas para mis bebés, que estaban vivos pero muertos de frío.”
Peatones en las vías
Sólo faltaban tres meses para el
final de la guerra; los ferrocarriles estaban totalmente destruidos y la gente
huyó a pie de las ciudades, siguiendo el curso de las vías. Después de algunos
kilómetros encontraban algún servicio operativo, pero por miedo a los
bombardeos o por daños en las vías las dotaciones de los trenes se negaban a
entrar en las ciudades.
Quedaba muy
lejos el ambicioso proyecto de Hitler de crear una red ferroviaria
transcontinental, que había planeado introducir tras la dominación de Europa.
Puede que dicho ferrocarril nunca llegue a existir, pero la masiva
reconstrucción llevada a cabo en la postguerra dotó a Alemania de un moderno
sistema de transporte del que puede estar orgullosa.
Medidas desesperadas
La escasez de gasóleo tuvo un
efecto devastador en el ferrocarril. Hacia 1943, prácticamente todas las
numerosas flotas de automotores diésel habían sido ya retiradas. La escasez de
combustible provocó un aumento de la demanda de carbón; fue un duro golpe para
el ferrocarril, donde el 25% del combustible de las locomotoras era coque. Otra
estratagema fue usar sustitutos como lignito, fibra de turba o papel. En
cualquier caso, la eficiencia de las locomotoras quedó reducida a la mitad; a
menudo, se precisaban dos máquinas en cada tren y dos fogoneros por máquina.
También
escaseaba la creosota, así que las nuevas traviesas empezaron a revestirse de
cloruro de cinc, que era sólo la mitad de efectivo. Para ahorrar madera, las
propias traviesas tenían menor sección transversal.
Fuente: El Mundo de los Trenes - Ediciones del Prado S.A. 1997 - Madrid (España)
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